miércoles, 1 de marzo de 2017

Pedro




"" Siempre que íbamos a Atengo, Hidalgo, el pueblo donde nació papá, nos quedábamos en casa de la tía Ceci y su familia, con ellos vivía mi abuelo Eutimio. Eso fue hasta que papá se dio cuenta de que con engaños hicieron que firmara su papá la cesión de derechos de unos terrenos en el monte que le había heredado mi bisabuelo. Se trajo al abuelo a vivir a la ciudad con nosotros e iniciaron un pleito legal que duró varios años hasta que al final recuperó sus terrenos el abuelo.

Como ya no teníamos a donde llegar papá decidió construir una casa en el terreno donde vivió de niño. Así que nos fuimos en el viejo Chevrolet cargado con costales de cemento y ladrillos al lugar donde se construiría.

Cuando llegamos vi amontonadas muchas piedras ennegrecidas en el centro del terreno. En tanto descargaban el material caminé por el terreno observando las negras piedras y preguntándome por qué estaban de ese color y qué uso habrían tenido. Rodeé las piedras varias veces con mirada analítica… no, no tenía idea que hacían ahí.

Cuando se desocupó papá se acercó a donde yo estaba y sonriendo me preguntó por qué estaba dando tantas vueltas a su casa. "¿Tu casa?, ¿Estas piedras eran tu casa?, ¿Aquí vivías?" Le cuestioné asombrada. -Sí, esto era mi casa, era piedra sobre piedra formando una especie de cueva así de alto-, levantando su brazo y señalando arriba de su cabeza. Caminó hacia la derecha unos pasos diciendo: de este lado en el día estaban los petates enrollados y las cobijas sobre unos huacales donde guardábamos la ropa, en la noche los extendíamos, aquí el de mis padres, acá el de mis hermanas y el mío de ese lado;  aquí había otros huacales con las cazuelas, jarros y platos de barro, y acá cerca de la entrada, mi mamá tenía un fogón donde echaba las tortillas y cocía los frijoles... casi siempre era lo único que comíamos -dijo riendo a carcajadas-. Mira ese viejo nogal, ya estaba así de grande desde que yo recuerdo, vamos a sentarnos bajo su sombra para que te siga contando. 

Continuó su relato: yo ni siquiera sabía que existía la ciudad, mi mundo era mi pueblo, las montañas que lo rodean, el río al que tenía que caminar poco más de una hora para ir a bañarme y donde las mujeres lavaban la ropa; los borregos que cuidaba no eran de nosotros, mis padres recibían frijoles o chiles o algunas monedas por pastorearlos. No sólo mis padres eran pobres todo el pueblo lo era, lo único que poseíamos era este pedazo de terreno heredado por mi abuelo. Pero yo no me sentía triste por vivir así, lo veía como algo normal.


Guardó silencio unos instantes. Yo estaba conmovida tomada de su mano. Cuántas cosas había ignorado de él. Volvió papá la vista hacia lo que fue su casa y comenzó a hablar de nuevo: tendría quizá diez años, fui a pastorear a los animales y me quedé dormido sobre la hierba, cuando desperté no sabía si era de tarde o estaba amaneciendo, duré un buen rato desconcertado en tanto escuchaba balar a los borregos. Sentía una paz inmensa y como si alguien me dijera quedito "quédate aquí Pedro". Puse mis manos bajo mi cabeza y saqué un poco de camote cocido que traía siempre en mi morral para cuando me daba hambre y me quedé contemplando el cielo hasta que vi una estrella. Es de tarde ya va a anochecer, pensé, no podré bajar con los animales en la oscuridad. Junté un poco de hojas secas, estuve frotando unas ramas como me enseñó mi mamá hasta que encendieron e hice una fogata. Y ahí masticando pequeñas porciones de camote, con las manos bajo la cabeza, miré el cielo nocturno en todo su esplendor. La luna brillaba redonda, amarilla, enorme, miré cientos de estrellas unas más grandes y brillantes que otras, había unas que se movían como correteadas y después supe que les llamaban cometas o estrellas fugases. Y en tanto miraba tanta belleza en la inmensidad del cielo me pregunté ¿qué habría atrás de las montañas? Con seguridad otros pueblos, otros ríos... ¿En el cielo habrá otros lugares como este y otros niños pastando borregos? ""


-Columba R., Memorias sobre mi padre, el más amado de mis muertos.




miércoles, 2 de marzo de 2016

EL FOTÓGRAFO


El calor sofocante de septiembre a las 5:30 de la tarde nos provocaba un sopor tedioso y pesado. En el radio, en cambio, se escuchaba muy fresco al locutor de El Fonógrafo, anunciando una canción de Rubén Fuentes interpretada por Pedro Infante... "Pasaste a mi lado... con gran indiferencia, tus ojos ni siquiera voltearon hacia mí...". Yo estaba sentado en el asiento del copiloto bufando y tratando de encontrar una posición cómoda para dormir; pero el calor y lo ajustado de los asientos de aquel volkswagen sedan me lo hacían imposible. 

No así para mi abuelo que sin hacer el respaldo del asiento mucho para atrás, descansaba plácidamente la nuca sobre su hombro izquierdo y la cabeza sobre el marco de la puerta. La mano izquierda sujetaba el volante quizá por instinto o quizá por comodidad mientras que reposaba la otra mano en el respaldo de mi asiento.

Entre mis múltiples vueltas y retortijones a ratos mis ojos quedaban muy cerca de su mano derecha, aquella mano tan característica por la ausencia de las falangetas de los dedos índice, medio y anular.

Mi abuelo contaba que cuando estaba joven mientras trabajaba en la fabrica Acros una prensa enorme le aplastó los tres dedos, el dolor casi lo dejó inconsciente, dolor, calor, frío... lo llevaron a la enfermería y ahí vio como la enfermera le cortaba uno a uno los cachitos de dedo aplastados y caían en una charolita metálica. Estaban completamente destruidos y ya no iba a ser posible volvérselos a pegar. La fábrica le dio una compensación por el accidente y el dinero lo usó, en parte para comprarse su primera Minolta y empezar a ejercer el trabajo que sería la gran pasión de su vida: la fotografía.



Para cuando yo estaba con él aquella tarde de septiembre, mi abuelo ya llevaba varias décadas siendo fotógrafo, capturaba mi atención su dedo indice mutilado que se movía de arriba a abajo incesantemente, como un tic nervioso que daba la sensación de estar presionando el obturador de la cámara. "Hasta dormido toma fotos", pensaba yo.

¿Checaste las cámaras? - Balbuceó sin abrir los ojos.
"¿Estará soñando?" - Me pregunté mentalmente.

Al recibir mi silencio como respuesta entre abrió el ojo derecho para reafirmarme la pregunta con la mirada. Sí, Abue, Le contesté entonces "¿Y las pilas del flash?" También. Respondí con toda seguridad y esto le dio la tranquilidad para volver a dormir.

Sin embargo a mí me sirvió para alertarme de que algo grande estaba por suceder.

¿Ya viste, Abuelo? lo desperté para que viera el desfile de limusinas y autos de lujo que se aproximaban. La sorpresa no era minúscula, los autos se empezaron a estacionar uno a uno frente a la parroquia de Santa Teresita del Niño Jesús en las Lomas de Chapultepec en el cual íbamos a tomar las fotos de una boda.


Con los años, la formalidad de mi abuelo había decaído un poco. Ya no se ajustaba la corbata hasta arriba ni ponía mucho interés en hacerse un nudo agradable. Su imagen actual contrastaba con las fotos viejas en blanco y negro que colgaban de la pared de la casa de la abuela en la cual se le veía como un apuesto joven pachuco elegante y distinguido, con su bigotito bien afilado y sus zapatos de punta muy bien lustrados. Ahora en la década de los ochenta, ya era un señor regordete a quien apenas le cerraba el botón de la camisa del cuello.

Pero aquella tarde, ante la elegancia de los invitados lo hizo rehacer su corbata y ajustarse la camisa, volteó hacia mí para ver si había algo que podía hacer; intentó pasarme uno de sus sacos extras que llevaba consigo en el asiento trasero, pero al ver mi diminuto cuerpo sólo me dijo que me pusiera una de sus corbatas y me abrochara la camisa.

Bajamos con todo el equipo como de costumbre: una pesada maleta negra con dos Nikon y su fiel Minolta, lentes, flash y baterías.

Llevábamos también una pequeña cartulina que lo acreditaba como miembro de la Unión Mexicana de Fotógrafos de Eventos Sociales y Oficiales. Dicha Unión le respaldaba el derecho exclusivo de tomar fotos dentro del templo durante las ceremonias.

Mi trabajo en cambio era muy sencillo: preparar el equipo, cargar la maleta, estar atento a sus indicaciones e identificar a los padres y padrinos de los festajados: novios, quinceañeras o bautizados, obtener la dirección de su domicilio para al día siguiente llevarles las fotografías y vendérselas. Normalmente bastaba con fijarse en los mejor vestidos de los asistentes y preguntarles directamente.

Pero ese día todos los invitados estaban resplandecientes. Los hombres vestían frac y las mujeres elegantes vestidos largos. Hasta que llamó nuestra atención que muchos de ellos saludaban y felicitaban a un hombre en particular.

"¿Ya viste? es el Polivoz", (Un famoso comediante de la década de los setenta).

Bajó finalmente la novia de la limusina blanca y junto con mi abuelo, otros tres fotógrafos se aprestaron a tomar las fotos del descenso, mientras el orgulloso padre Polivoz la sujetaba tiernamente de la mano.

Nos dirigimos como de costumbre hacia el templo para poder tener un buen lugar durante la caminata de los novios hacía el altar. Pero esta vez un gigantesco hombre en traje azul marino nos impidió el paso y con un bozarrón de ogro nos indicó "Lo siento pero el acceso está limitado a personas con invitación". En ningún momento nos había preguntado si teníamos una, pero a decir de nuestras ropas era obvio que no.

Si algo tenía mi abuelo es que era el hombre más bonachón y amable, era un placer abrazar su cuerpo redondito, de pocas palabras pero muy precisas y siempre muy querido por todos los familiares y vecinos. Pero eso sí, al momento de defenderse se convertía en un hombre que sin gritar ni alterarse imponía respeto. "Pues fíjese que lo lamento pero quienes no van a poder entrar aquí son sus fotógrafos". Replicó mientras sacaba su credencial y continuaba firme. "Mi nombre es Pedro Rosas para servirle, y soy el único fotógrafo acreditado por la Unión para poder tomar esta ceremonia, así que son estos señores quienes no pueden estar aquí".

"Nosotros somos de sociales del Excelsior y podemos entrar a donde sea porque somos prensa" replicaron unos.

Al ver el problema que se estaba presentando en la puerta, el diácono se acercó para ver qué sucedía y después de escuchar los argumentos le dio la razón a mi abuelo. 

Se empezaban a calentar los ánimos entre fotógrafos, diácono y guardia de seguridad. Tuvo entonces que acercarse la madre del novio dirigiéndose a mi abuelo "A ver, señor, nosotros no sabíamos que usted iba a estar aquí y por eso contratamos a nuestro fotógrafo, pero si usted está de acuerdo, le compro todas sus fotografías ahorita mismo si a cambio le permite al mío también tomar la boda... a ver, dígame, cuántas fotos serían y cuánto sería por todas".

Esta vez a mi abuelo su típica caballerosidad y honestidad le hizo replicar en un cálculo mental casi inmediato "Pues serían cincuenta fotografías y unos mil pesos aproximadamente". La señora tomó inmediatamente de su bolso la chequera y le hizo un cheque por los mil pesos. Con el cual se cerró el trato y todos los fotógrafos pudieron entrar.

Al darse la vuelta mi abuelo y yo nos dijimos al unísono y simultáneamente  "Le hubiera pedido más" "Le hubieras pedido más". Nos lamentamos ambos.

Empezó la ceremonia y la maestría de mi abuelo no se hizo esperar, con sutileza y una enorme astucia, se deslizaba entre los otros fotógrafos para estorbarles y él obtener así los mejores ángulos y las mejores fotos en los momentos precisos. "Ffffshhh... ffffshhh... fffshhh" retumbaba entre los murmullos de la gente y el marcha nupcial ese sonido, la batalla de fotógrafos al presionar el obturador de sus cámaras, ese sonido tan romántico y apasionante que aun los teléfonos inteligentes de hoy en día y las cámaras digitales reproducen al tomar una foto. Quienes alguna vez tomamos fotografías con cámaras de 35mm podemos hablar de ese placer que recorre tu cuerpo al sentir el golpe del obturador cuando lo presionas.

Fueron mucho más de cincuenta fotografías, la pasión o la guerra le hizo a mi abuelo tomar casi un centenar de ellas. Obtuve la dirección de ambos padres y las anoté como de costumbre en la libretita.

Llevamos al laboratorio los negativos para su impresión y nos fuimos a casa.

Al día siguiente pasamos por los paquetes de fotografías, casi doscientas. Entregamos primero las cincuenta fotografías ya pagadas y logramos vender las otras cincuenta por quinientos pesos más a la madre del novio que a regañadientes las compró. Luego regresamos al carro para dirigirnos entonces a la casa del Polivoz y venderle las otras cien.

"¡No puede ser!" -dijo mi abuelo notablemente sorprendido-. "Tomaste mal la dirección" -Me reprimió-. Agarré la libreta para cerciorarme. No, esa fue la que me dieron, le repliqué. "Ese es un barrio muy feo, no puede vivir ahí".

Llegamos a una casona enorme, con las paredes escarapeladas, las plantas en las múltiples macetas tenían años de haber muerto por falta de agua. En medio del patio una fuente de cemento con un charquito de agua de lluvia verdosa estancada nos daba la bienvenida.

Tocamos la puerta y nos atendió de mala gana una mujer en bata de dormir con el maquillaje corrido, llamó entonces al Polivoz quien difería mucho al amable y elegante hombre de frac del día anterior o siquiera al agradable comediante que alguna vez había visto en la televisión en alguna retransmisión de sus programas viejos.

Llegó hasta nosotros sin camisa, con sólo una chancla en el pie izquierdo y el otro descalzo, vistiendo pantalones cortos dos tallas más pequeñas de la cintura. Empezó a hojear las fotos no sólo con desdén sino como si le estuvieran mostrando a Hitler las posiciones de los aliados durante la Batalla de Normandía. Estaba visiblemente enojado. 

En otras circunstancias mi abuelo bromeaba con los padres o movía la cabeza afirmativamente y con gusto por la expresión alegre de estos.

Sin terminar de verlas preguntó cuánto iba a ser mientras le extendía la mano para devolverle el paquete de fotos. La astucia y experiencia le dictó que no debía recibirlas. Mientras el cliente las tenga en la mano puede seguir con el proceso de venta y regatear.

-"Serían mil quinientos pesos". Respondió mi abuelo.
-"No, es mucho, no las quiero". Replicó el Polivoz. 

"Son las fotos de su hija". Intervine suplicante como si él no lo supiera. 

-"Setecientos cincuenta y quiero los negativos".
-"Mil pesos y los negativos no están a la venta".
-"Pues entonces no las quiero".
-"Pues entonces las voy a romper todas y a quemar los negativos". Sentenció fulminante  como sí tal acto implicara un terrible maleficio creando un largo e incómodo silencio para el comediante.

Cerraron el trato a ochocientos cincuenta pesos sin los negativos, ambos, mi abuelo y el Polivoz nada contentos con el acuerdo. Nos dio el dinero y mi abuelo me volteó a ver y me hizo el guiño que de inmediato comprendí, me di la vuelta y le grité al Polivoz gruñón en su cara: "¡Ahí madre!" a lo que mi abuelo me respondió con voz chillona "¡Hijazo de mi vidaza!".



Para mi abuelo, Don Pedro Rosas (Q.E.P.D.) Una de las anécdotas más divertidas que pasé con él.










jueves, 28 de enero de 2016

Si se acaba el amor

Si se acaba el amor... 

Si se acaba el amor nos queda el recuerdo,
nos quedan los besos, las caricias, 
las tardes que se hicieron noches mirando el horizonte,
perdiendo de vista al sol en ocaso del mar profundo.
Se quedan las miradas, los silencios,
ese te amo que no surgió porque cuando lo iba a decir me callaste con un beso.

Si se acaba el amor nos quedan las canciones,
las mañanas que entre el café y tu pelo desaliñado
surgía tu sonrisa con ese guiño alegre que le molestaba la luz.
Nos quedan las citas de los libros, las carcajadas,
las frases de películas, los debates intensos que solíamos tener.

Si se acaba el amor nos queda el aroma en el cuerpo,
los rasguños en la piel, las cicatrices en el alma.
Nos quedan las noches eternas que entre jadeos y murmullos nos pedíamos más.
Nos queda la pasión, el desborde de lujuria, los gritos, los gemidos,
ese fuego que nunca quisimos apagar.

Si se acaba el amor se quedan cartas inconclusas,
sueños que construimos y que no pudimos cumplir.
Se terminan los planes, se quiebran las promesas.
Se bifurca ese camino que nos dijimos recorrer.

Si se acaba el amor en realidad no nos queda nada,
quizás el recuerdo, pero también se queda el dolor. 




miércoles, 13 de enero de 2016

La caja de discos

Mi primer encuentro con la música, la primera memoria que tengo, es cuando mi tía Gloria, quién por ser la hija más joven y que aún vivía con mis abuelos, cuidaba de mí cuando mis padres se iban a trabajar. Yo me entretenía jugando mientras ella limpiaba la casa y usaba el trapeado para simular un micrófono y cantar a todo pulmón los berridos de Amanda Miguel clamando por el rey monstruo de piedra con el corazón de piedra. Me daba mucha risa verla y supongo que ella lo hacía con más intensidad para verme reír y luego tomarme entre sus brazos y devorarme a besos en las mejillas a los que sin duda rechazaría asqueado pero que en el fondo recibiría con gusto seguramente.

Una segunda memoria sería el día que fui al Estadio Azteca acompañado de mis padres para asistir al concierto del grupo español Parchis. Ese día como a la mitad del concierto, algunos de los animadores comenzaron a arrojar regalos hacia las gradas; posters, vasos, botones… la cuestión es que muchos caían en la propia cancha lejos de los asistentes. Mi padre no-sé-por-qué consideró que sería una gran idea ayudarme a brincar la alambrada y correr hacia la cancha por alguno de esos souvenirs.

Al parecer no contábamos con que entre la alambrada y la cancha había un túnel, que parecía una gran trinchera, el cual estaba más alta de lo que se veía y una vez en ella, me fue imposible brincar hacia la cancha, en mi desesperación intenté buscar una salida y me perdí. Me condujeron junto con otros niños a un lugar especial y luego sin más nos arrojaron al estacionamiento del estadio. Oh, México de los ochenta, ojalá nunca te hubieras ido.

Un señor tuvo a bien llevarme hasta el carro de mí papá, sentarme en el cofre y darme las instrucciones: “no te vayas a mover de aquí para nada, tus padres van a llegar en cualquier momento”.

Y así fue. Una hora más tarde mi mamá cubierta en llanto me encontró sentado sobre el cofre.

El Parchis que tantas alegrías me había dado quedaría en mi recuerdo como una trágica experiencia.

En casa teníamos un reproductor de discos de acetato. Teníamos muchos discos de los llamados LP. Uno de mis favoritos era el disco de Odisea Burbujas. Me gustaba mucho cantar e imitar las voces de Patas Verdes el sapo galán simpático y Mimoso Ratón. Cantar la canción del Ecoloco me dejaba con la garganta adolorida al imitar su carraspera. Era mi disco favorito lo podría reproducir una y otra vez y cantarlo y actuar como lo hacían los personajes de mi programa favorito.

 A mi padre le gustaba escuchar a Led Zeppelin, Jimi Hendrix, Pink Floyd, Janis Joplin, John Mayal y Eric Clapton, entre otros Al igual que a mi tía, también me gustaba verlo disfrutar su música. Solía tocar la armónica e imitaba con la boca los solos de requinto y me invitaba a concentrarme en algún determinado instrumento, luego en otro, después en otro y luego disfrutar el concepto completo de la melodía. Así aprendí a disfrutar la música. Él había perdido el dedo anular de la mano izquierda y lamentaba mucho no poder tocar la guitarra por esto. Aunque en ocaciones lo intentaba y sacaba algunos acordes.

Algunos sábados llegué a acompañarlo al tianguis cultural del Chopo a buscar discos usados que compraba o intercambiaba. El tianguis del Chopo, era un lugar en el que se reunían los rechazados de la música comercial, un lugar al que ni de broma asistiría, por ejemplo mi tía Gloria.

Hippies y rockeros y otras tribus de jóvenes y no tan jóvenes se daban cita para intercambiar discos, ropa, artículos de colección y también para fumar mariguana y hacerse tatuajes horribles, entre otras cosas.

En esos años, mis discos de Parchís y de Odisea Burbujas formaban ya parte de mi pasado pero aún los conservaba con cierto aprecio.


Uno de esos tantos sábados que acompañé a mi padre al Chopo, llevamos una caja completa con muchos de sus discos que según él ya no quería y los intercambio caja por caja con otro tipo que también llevaba una caja completa para vender o intercambiar. Fue un intercambio a ciegas. Ninguno de los dos revisó el contenido ni el tipo de discos que traía.

Cuando llegamos a la casa, empezamos a revisarlos y a clasificarlos. Y al momento de acomodarlos en la repisa donde guardamos todos los discos, noté que los míos ya no estaban.

—¡¿Y mis discos?! —Le pregunté extrañando.

Sin darme mayor importancia me respondió con un escueto “¿Para qué los querías si eran música de chavito?” Mientras seguía revisando sus nuevos discos de intercambio.

—¡Ah, qué cabrón! —Exclamé en mi mente, no podría haberle hablado así.

Como seguía impávido al no poder terminar de procesar la idea de que arbitrariamente se hubiera deshecho de mi niñez así como así, me respondió con un “Bueno, pues agarra los que quieras y que sean tus nuevos discos”.

Así que entre mi coraje me dije a mí mismo “Bueno, pues así sea". Y juzgando al disco por su portada, me quedé entre otros con «Azul» de Real de Catorce y «Cum on feel the noize» de Quiet Riot.

Las personas que me conocieron durante mi adolescencia y juventud e incluso ahora, saben que soy un gran entusiasta de Real de Catorce, que tengo todos los discos y me sé de memoria todas las canciones de todos los álbumes que sacaron y que soy un gran admirador de José Cruz, vocalista y compositor del grupo; y que incluso tenía varios discos firmados por la banda (Que por cierto me robó el Gordito Salmerón) (Si lees esto chingas a tu madre Gordito Salmerón).

Ésa caja de discos llegó a mi vida para cambiarla e impactarla de forma trascendental.




“Habría que matarme, tendrían que matarme, para arrebatarme el blues. Mi dolido corazón se refugia en su calor; mi único consuelo de vivir”


lunes, 2 de noviembre de 2015

¿Estás?

¿Estás? Quiero creer que sí, quiero pensar que aunque no puedo escucharte tú a mí sí, que aunque no puedo abrazarte aún deseas consolarme como cuando me tenías entre tus brazos. 

¿Estás? Espero que sí porque he venido a buscarte, he venido a decirte cuánto me has hecho falta en estos días, que no he dejado de extrañarte aún cuando ha pasado tanto tiempo.

Sé que estás porque aquí te quedaste, porque cuando te fuiste dejaste en mi todos este revoltijo de recuerdos y también un gran vacío.

Por qué dejaste detrás de ti muchísimas enseñanzas algunas que me diste con cariño, otras quizás, de ti las aprendí cuando estabas enojado pero ahora sé que lo hacías porque querías lo mejor para mí.

¿Estás? Porque quiero decirte que extraño tus besos, que extraño tus abrazos, que extraño platicar contigo y contarte tantas cosas.

¿Estás? Ojalá que sí, ojalá que aún puedas verme y te sientes orgulloso de lo que hoy me he convertido. Que al marcharte dejaste en mí un gran dolor y muchas preguntas pero que me sirvió para afrontar la vida de esta forma y ser así de fuerte como tú hubieras querido.

No sé si te fuiste antes de tiempo o te fuiste justo cuando debías. Lo que sí sé es que te extraño y que justo hoy quisiera que estuvieras aquí sólo para darte un último abrazo y darte un último adiós.

¿Estás? Sé que estarás aquí y allá para cuidarme.



domingo, 13 de septiembre de 2015

Cuando todos se hayan ido


Cuando todos se hayan ido y cierres por dentro la puerta detrás del último.
Cuando des la vuelta y veas tu casa tan llena de recuerdos y tan vacía de personas.
Cuando camines hacia la alacena y veas todos esos vasos de los cuales ya sólo necesitarás uno.
Cuando te sientes a beber leche fría de aquel vaso en esa mesa rodeada de sillas vacías.
Cuando tus pensamientos sean la única charla mientras le bebes.

Cuando buscando aquel documento entre los papeles del armario des con la caja llena de fotografías.
Cuando las mires y sonrías.
Cuando las veas y extrañes.
Cuando te inunden los recuerdos.
Cuando descubras que ya no duele pero que tampoco se ha ido.

Cuando te mires al espejo y desconozcas a quién está ahí enfrente.
Cuando acaricies tu vientre preguntándote de dónde vino todo eso.
Cuando veas tu cabello encanecido.
Cuando veas tus ojos cansados o quizás sólo un tanto caídos.

Cuando vayas a la cama sin el buenas noches.
Cuando la almohada sea tu única compañía.
Cuando en medio de la obscuridad la soledad y el silencio duermas.
Cuando despiertes sin los buenos días.

Cuando vayas por la calle ya sin prisa.
Cuando sabes que ya nadie te espera.

Cuando te des cuenta entonces que nunca habías sido tan dueño de tu tiempo como hasta ese día.
Cuando descubras que a pesar de lo triste que pueda sonar la soledad, encuentras en ella la alegría de estar vivo, de verte capaz de hacer lo que nunca creíste poder, 
Cuando sonríes de lo bien que se siente la independencia y la libertad.
Cuando descubras que no necesitas a nadie para ser feliz porque tu felicidad siempre estuvo en ti.
Cuando reconoces que el pasado fue maravilloso pero que el futuro aun puede serlo más.
Cuando te aceptes y sonrías.
Cuando por fin te diste cuenta que a la única persona que siempre debes complacer es a ti mismo.

Cuando llegue aquel día.


miércoles, 26 de agosto de 2015

De quién necesita a quién.

La noche de ayer me encontraba absorto en un proyecto en el cual estoy metido desde hace varios días. Sin darme cuenta el tiempo pasó y fue un crujido de tripas el que me recordó que no sólo de proyectos vive el hombre sino de pan también.

No soy muy fan de comer tacos callejeros pero pensé que era lo único que estaría abierto y sentí un leve antojo. Llegué pues al camion cocina mobil que está a unas cuadras de mi casa y luego de ordenar mi dosis de grasas saturadas y condimentos en exceso me senté en una de las mesas que están ahí para facilitar al cliente, dejando morir la bella tradición y maestría de comer tacos parado.

Una televisión sintonizaba el noticiero local de Tijuana y sin ponerle demasiada atención me enganché con la historia que presentaban.

Un hombre de apellido Jimenez llevaba viviendo en las calles de Tijuana algunos años debido a que sufrió un golpe en la cabeza y esto le produjo una pérdida de la memoria que le impedía recordar quién era y dónde vivía. Solo sabía su nombre y el de sus padres pero no a que se dedicaba o si estuvo casado alguna vez o si siempre vivió en las calles.

Ahí estaba el señor, sentado en la banqueta acompañado de dos perros callejeros. Pedía ayuda pero no para comer o un lugar para quedarse, sino para comprar un carrito de elotes y ponerse a trabajar, repetía insistentemente "Un carrito de elotes" "Un carrito de elotes" "algo para ponerme a trabajar y salir adelante y poder seguir manteniendo a esto dos perritos que los traigo aquí conmigo..."

¡O sea, no puedes ni con tu alma y todavía traes dos perros!, pensé en primer instancia pero luego de terminar mis tacos y bien dicen que uno piensa mejor con la panza llena llegué a dos conclusiones.

Pensé en lo avariciosos e ingratos con la vida que a veces podemos ser, tenemos tanto y nos ahogamos por no tener aquello que ambicionamos cuando alguien más no muy lejos quisiera tener las mismas oportunidades que tú tuviste.

Y luego además pensé que son ese par de perros quienes lo han salvado a él y no él a los canes.
Ese par de perros le brindan la compañía, el cariño y no solo eso, sino que además lo motivan a querer superarse y salir adelante de su situación de calle.

Estoy seguro que alguien en Tijuana al ver el noticiero sin duda buscará al señor Jimenez para ayudarle con su sueño de tener su carrito de elotes.

Hoy que es día del perro los quiero invitar a que si tienen uno, lo abracen y le demuestren cuanto lo quieren, que jueguen con él y que valoren lo mucho que nos brindan a cambio de una cama y unas croquetas al día.

Yo por mi parte me los llevé hoy a la playa.